
El siglo XIX vio surgir un mundo nuevo de la Revolución Industrial: nuevas clases sociales, nuevos Estados, nuevas ideologías, nuevas máquinas, nuevos paisajes… todo cambió, salvo la forma de hacer la guerra: cuando ésta estalló en Europa en 1914, los militares seguían pensando en las estrategias de la época napoleónica de grandes masas de infantería, caballería y artillería en campo abierto.
Y esto que los antecedentes inmediatos demostraban lo equivocado del plateamiento: la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865) había visto el desarrollo de la ametralladora y del fusil de repetición; más adelante aparecen el alambre de espino (1874), los explosivos y las mejoras en la artillería: la tecnología se adueña de los campos de batalla.
Frente a la enorme potencia de las armas modernas, las formaciones abiertas eran como una enorme diana, y no hubo otro remedio, como hemos visto, que cavar en el suelo para protegerse. Con un frente continuo, lo único que se les ocurrió a los Estados mayores fueron asaltos frontales de masas enormes de soldados que eran rápidamente detenidas en tierra de nadie ante el uso de armas automáticas y explosivos que creaban una auténtica cortina de fuego, imposible de traspasar, tal como podemos ver en este breve fragmento de “Un largo noviazgo de domingo”
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